Oh la lá!


Es cierto que no me gustó, que no me produjo sensaciones especiales y que sigo pensando que es como Madrid pero con torre Eiffel. A pesar de ello no puedo decir que París sea una ciudad fea, porque estaría faltando a la verdad.
Su oferta es amplia y variada: Impresionantes templos, espectaculares museos en los que poder admirar cosas muchísimo más interesantes y accesibles que "La Gioconda", un cementerio escalofriante en el que descansan un buen puñado de celebridades, una fascinante librería en la que perderse largo rato, impresionantes vistas de la ciudad desde una inmensa y omnipresente torre de hierro, una capilla en la que poder admirar espléndidas vidrieras, un barrio bohemio
atestado de artistas (y de turistas), majestuosos palacios de todos los tamaños, ornamentados puentes, deliciosos croissants, curiosos mercados callejeros, cafés a diestro y siniestro y grajos, muchos grajos.

Momentos mágicos, de esos que no se pueden pagar con dinero, también son posibles en la capital gala: Sentarse en la escalinata que precede a la entrada de la basílica del Sacre Coeur y asistir a un improvisado concierto de Ramón Mirabet mientras observas el trajín de la ciudad que tienes a tus pies, quedarse embobado mientras contemplas ¡por fin! tu cuadro favorito, descubrir el nombre de localidades muy queridas grabadas en el arco del triunfo, encontrarse con Alberto Contador en el aeropuerto y que nadie se de cuenta más que tú....

Lo parisinos son educados, amables y muy, pero que muy estilosos. Algunos incluso se atreven a parlotear en español, como Alain; el simpatiquísimo amigo de Madame Dupas, que sería nuestro casero durante unos días.
En definitiva, la ciudad de la luz, del amor y de no sé cuantas cosas más no es un destino que yo recomiende especialmente. Pero claro, eso va en gustos.

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